sábado, 3 de septiembre de 2016

Conociendo el Cielo

 El sonido de los pájaros cantando en mi pequeño patio me despierta. Luego, me sobresalto con el sonido ensordecedor de la alarma, que pinta la habitación de color verde.
Me lavo la cara y me dirijo hacia la cocina. Se me está haciendo tarde y debo salir enseguida de mi casa. Prendo rápido una taza de café y unas tortillas que encuentro en la alacena.
Corro a cambiarme y salgo disparando, pero un poco más tranquila de estar ya en camino.
 Camino una, dos, tres cuadras. Me detengo cuando una luz destellante me enceguece.

 Toco la puerta de aquel lugar donde tantas veces había estado, y me era ya bastante familiar. Sale a recibirme, con sus cabellos grises gracias a la edad y ese aroma a jazmín que me envuelve de inmediato. No lo puedo creer. Le doy un abrazo como esos que nunca doy seguido, y la beso fuertemente en la mejilla. Me devuelve el afecto. Detrás de ella veo que se acerca él, junto al pequeño y la bola peluda que tanto aprecio. Voy a su encuentro y los encierro con mis brazos, sin querer separarme nunca más. Le toco la cabeza con mucho cariño a ese animalito que se ganó un lugar muy especial tiempo atrás.
 Espero con ansias el momento de la cena, para poder compartirla con ellos. Tarda en llegar pero por fin ya estamos sentados, todos juntos, él sentado en la cabecera como de costumbre, esperando el delicioso menú que ella preparó con tanto cariño.
 Comemos. Al principio un silencio inunda la habitación, pero no se debe más que al delicioso sabor de la comida. Luego, el ambiente se llena de preguntas dirigidas hacia mí. Era de suponerse, ya que había pasado un buen rato de mi último encuentro con cada uno de ellos. Las palabras van y vienen, acompañadas de sonrisas y emociones, que se traducen en pequeñas y casi imperceptibles lágrimas. El pequeño no le da descanso a los cubiertos y sigue engullendo el bife. Sin embargo, en un momento hace una pausa. Me mira con esos ojos celestes, y esa mirada encantadora que tanto extrañaba. Suelta una serie de palabras que me conmueven hasta que mis mejillas se empapan de pequeñas gotas de agua salada.
- ¡Estoy muy feliz de verte! Te extrañamos un montón.
 Ambos asienten y me miran emocionados. Seguimos comiendo en silencio, con una o dos historias contadas en el medio.
 Se hace de tarde y nos encontramos los cuatro sentados en el patio, viendo el atardecer caer por detrás de las montañas, tiñendo el cielo de un violeta azulado con pequeños destellos que se asoman. El pequeño señala el lucero que toma protagonismo encima de nuestras cabezas. Una lágrima diviso de reojo que cae al suelo lleno de verde. Escucho en un susurro esa frase que me hace muy feliz, pero que al mismo tiempo me rompe el alma: "Entonces, ¿te quedas para siempre?"


 Retumba a mi alrededor el ensordecedor sonido de las sirenas.


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